Desde que escribí la anterior entrada de esta sèrie (15/6/16), con motivo de la publicación del informe Genetically Engineered Crops: Experiences and Prospects, han pasado muchas cosas en el entorno de los OGM que vale la pena mencionar.
Por un lado, gracias a una carta abierta firmada por 56 sociedades científicas y dirigida al Parlamento Europeo, conocimos la noticia del envío, el 7 de junio, de una carta-bomba a un investigador, asesor científico de la European Food Safety Authority (EFSA) en el tema de los OGM. El hecho había pasado prácticamente desapercibido en los medios y no ha tenido ningún eco político, como si las amenazas a la vida y a la integridad física de un científico sólo por el mero hecho de investigar en un ámbito controvertido no fueran un hecho de extrema gravedad.
Por otro lado, una durísima carta firmada por 109 premios Nobel, que denuncia la oposición frontal de Greenpeace a cualquier investigación sobre los OGM y especialmente sobre el Golden Rice —un arroz transgénico diseñado para corregir la carencia (potencialmente mortal) de vitamina A, endémica en la población infantil de muchos países de Asia y África—, no ha llegado prácticamente a la opinión pública y, cuando lo ha hecho, ha sido a través de comentarios especialmente críticos, que han tachado a los científicos firmantes de buena gente «no necesariamente sensible y bien informada», argumento que posiblemente podría hacerse extensivo a cualquier activista anti-OGM, que, de paso, carece de los conocimientos científicos que facultan para obtener un Nobel de Medicina o de química.
La carta de los 109 denuncia la falta de sensibilidad de Greenpeace al potencial de la biotecnología para afrontar grandes retos sociales y el hecho de que dé cobertura a actos vandálicos contra cultivos experimentales (en un reciente artículo, el investigador José Miguel Mulet, de la Universidad Politécnica de Valencia, abierto defensor de los transgénicos, explicaba que la UPV no le autoriza a hacer entrevistas de TV dentro o cerca de los invernaderos donde investigan: «La razón, no queremos dar pistas sobre su ubicación para que no venga nadie a destrozarlos, ya que las consecuencias pueden ser nefastas a nivel de perder investigaciones muy valiosas que han costado años y mucho dinero desarrollar.»).
Pero los 109 van más lejos, y se preguntan si la posición de Greenpeace respecto al arroz dorado no es un «crimen contra la humanidad», dado que la carencia de vitamina A afecta a 100 millones de niños y niñas, y que este déficit no sólo provoca miles de casos de ceguera, sino que con su impacto sobre el sistema inmunológico es responsable de una de cada cuatro muertes infantiles en los países más afectados.
En este contexto, y mientras resuena en mis oídos la cifra de 64.000 millones de dólares, que es la última oferta que ha hecho la farmacéutica Bayer para comprar la biotec especializada en transgénicos Monsanto, vuelvo a mis apuntes sobre el informe de las National Academies of Science, Engineering and Medicine y especialmente a aquellas líneas que dicen «las nuevas herramientas moleculares que se están desarrollando están borrando las diferencias entre las modificaciones genéticas logradas con técnicas de reproducción convencionales y las hechas con ingeniería genética».
Así, un conocimiento más preciso de la genética de la planta, gracias a la secuenciación del ADN, permite inducir mutagénesis mediante radiación o procesos químicos en miles de plantas individuales para seleccionar después sólo aquellas que presenten la mutación buscada (por ejemplo, la producción de un aminoácido específico que le confiera resistencia a un herbicida). Si esta misma mutación se obtiene modificando directamente el ADN de la planta mediante la nueva técnica CRISPR/Cas 9, el producto resultante se considerará un OGM, calificación que no se aplicará en el caso anterior, aunque el producto final sea genéticamente idéntico, con todas las derivadas que ello conlleva, tanto a nivel regulatorio, como político y social.
Lo que reclama el informe de las academias norteamericanas es que la regulación de los productos agrícolas deje de centrarse en el proceso de producción y se focalice en el producto final, ya que el desarrollo de las técnicas ómicas permite un análisis muy preciso de las diferencias y similitudes entre genomas, proteínas y moléculas de productos donde se haya aplicado la ingeniería genética y de aquellos obtenidos con técnicas convencionales. Lo que pide es acabar con el absurdo de apriorismos acientíficos y que nos fiemos de los datos científicos contrastados.
Seguramente hay que pedir también que en los foros de debate empecemos a separar claramente ciencia, política y religión —y por religión me refiero a un cierto tipo de puritanismo ecologista que recuerda aterradoramente la historia de la Santa Inquisición, que condenó a Galileo por empeñarse en decir que la tierra giraba alrededor del sol (cuando toda la sociedad de la época estaba convencida de lo contrario)—. Los ataques a científicos y a sus experimentos en nombre de un fe ciega anti-OGM no parece afectar demasiado el poder de las multinacionales, a tenor de la oferta de Bayer, pero escamotea a la sociedad un debate abierto y transparente sobre los avances científicos en este campo.
No hay pruebas científicas de efectos negativos sobre la salud o sobre el medio ambiente de los cultivos de OGM (sí las hay, en cambio, de los muy perjudiciales efectos del gluten sobre la salud de un 1% o 2% de la población mundial, esto es, sobre más de 100 millones de personas, y a nadie se le ocurre prohibir el trigo, la avena, la cebada y el centeno), pero el miedo a estos supuestos efectos, y a la perversa manipulación de las empresas productoras de semillas genéticamente modificadas, justifica unos discursos —y unas acciones— tan intransigentes como acientíficos.
Como las teorías copernicanas en el siglo XVII, pensar que los OGM puedan ser buenos para las personas, para curarlas o alimentarlas, suena a herejía (quizás este artículo también). ♦