Somos lo que comemos (y lo que comieron nuestras madres)

Uno de los datos que se han destacado de las comunicaciones presentadas en The Barcelona Debates on the Human Microbiome, las jornadas desarrolladas la pasada semana en Cosmocaixa Barcelona, organizadas por B·Debate, y de las que ya hablamos hace unos días, es el avance de las investigaciones del equipo de la doctora Kjersti M. Aagaard, del Baylor College of Medicine de Houston (Texas, EUA), sobre el intercambio microbiano que se produce entre madres e hijos durante el embarazo. Aagaard fue la primera en demostrar que el útero no era un entorno totalmente estèril, como se creía, aunque los niveles de microbiota detectados son mucho más bajos que los de la saliva de la madre, por ejemplo.

Una de las conclusiones a las que lleva esta línea de investigación es que la madre transmite el microbioma al feto a través de la placenta durante el embarazo y no al bebé en el momento del parto, lo que puede abrir en el futuro opciones terapéuticas nuevas. Actualmente, los estudios avanzan hacia un terreno donde se relacionan características específicas del microbioma infantil con la posibilidad de desarrollar ciertas enfermedades —como mostró el estudio presentado en el debate barcelonés por el doctor Stuart Turvey, de la Universidad de British Columbia (Vancouver, Canadá), que ha relacionado determinados desequilibrios en el microbioma infantil con la posibilidad de desarrollar asma. Pero los límites hoy por hoy son claros: podemos relacionar estadísticamente determinadas alteraciones del microbioma con ciertas enfermedades, pero aún falta mucha investigación para poder establecer relaciones causales y poder así diseñar estrategias terapéuticas que curen o eviten el desarrollo de ciertas patologías reequilibrando el microbioma.

Sin embargo, de la presentación de Aagaard, a mí me fascinaron unos datos, que la prensa no ha comentado, sobre el impacto que la alimentación de la madre puede tener no sólo sobre el microbioma de los hijos, sino incluso sobre su comportamiento a largo plazo. El experimento se ha hecho con simios, y ha demostrado que una dieta rica en grasas de la madre durante el embarazo altera de forma permanente el microbioma de su descendencia. Pero no sólo eso. Dado que el sistema gastrointestinal produce el 80% de la serotonina —un neurotransmisor directamente relacionado con el bienestar físico y psicológico—, la alteración permanente del microbioma gastrointestinal acaba teniendo efectos sobre el comportamiento de los hijos de esta madre alimentada con una dieta rica en grasas (que el experimento establece midiendo la reacción de los simios ante determinantes estímulos relacionados con la comida). Para Aagaard, esto demuestra que la dieta de la madre no sólo altera el epigenoma y el microbioma de sus descendientes, sino también sus actitudes y, en consecuencia, su socialización. Somos lo que comemos, decían nuestras abuelas, pero ahora sabemos que también somos lo que comieron ellas y sus hijas, nuestras madres, en un sentido más amplio de lo que habíamos pensado.

Los estudios sobre el microbioma tienen aspectos fascinantes, y abren nuevas opciones terapéuticas —como, por ejemplo, los fármacos basados en una cohorte de microbios vivos, como los que está a punto de llevar a ensayos clínicos la empresa de Boston Vedanta Biosciences, fundada por el catalán Bernat Ollé, ponente también en este último B·Debate—, pero sobre todo abren un campo enorme para la medicina preventiva. Cuando seamos capaces de establecer claramente la relación causa-efecto entre una determinada alteración del microbioma y una enfermedad y sepamos revertir las causas de los cambios, podremos prevenir mucho antes de tener que curar. Y podremos prevenir no sólo nuestras enfermedades, sino también las de nuestra descendencia.

La investigación del microbioma tiene también aspectos prosaicos. Uno, nada menor, si queremos poder relacionar determinadas alteraciones del microbioma con enfermedades específicas como el cáncer, es la necesidad de recoger de forma sistemática y conservar adecuadamente muestras de microbiota gastrointestinal —es decir, de heces— de personas sanas y enfermas, que posibiliten estudios epidemiológicos y comparativos. La comunicación de la doctora Rashmi Sinha, del National Cancer Institute de Washington (EEUU), abordó esta cuestión metodológica y los resultados de las pruebas realizadas por su equipo para establecer cuál de los métodos de conservación de muestras utilizados garantiza los resultados analíticos más precisos. Sinha repasó las vinculaciones que la investigación ha establecido hasta ahora entre las infecciones por algunas bacterias, como el Helicobacter pylori, y ciertos tipos de cáncer. Son relaciones paradójicas, porque mientras se cree que el H. pylori puede propiciar el desarrollo de adenocarcinomas gástricos, hay indicios de que su presencia puede reducir el riesgo de desarrollar adenocarcinomas esofágicos. La única forma de avanzar consistentemente en esta investigación es disponer de muchos más datos —muchas más muestras— que permitan relacionar los cambios en el microbioma y la evolución de las enfermedades.

Ahora sabemos que cada uno de nosotros es un ecosistema completo, cuyo equilibrio es esencial para una vida sana. Como rezaba el subtítulo del simposio –From microbios to therapeutics— los microorganismos que componen nuestro microbioma pueden tener la clave para curar enfermedades hoy incurables y convertirse en las medicinas del futuro. 

 

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