OGM: deconstruyendo mitos (1)

Aunque los primeros cultivos de OGM (organismos genéticamente modificados) se autorizaron en 1996, y que no se han publicado datos consistentes que avalen las previsiones más catastrofistas, su uso en la agricultura sigue siendo polémico y los medios prestan poca atención a los desarrollos científicos en este campo, porque sigue existiendo una percepción social negativa.

Es por eso que hacía días que quería escribir sobre el informe Genetically Engineered Crops: Experiences and Prospects, elaborado por un comité de expertos por encargo de las National Academies of Science, Engineering and Medicine de los Estados Unidos, y que se dio a conocer a mediados de mayo. El informe, de más de 400 páginas, aporta varias conclusiones relevantes y una serie de recomendaciones de aplicación en el ámbito científico, político y económico —que comentaré en varias entradas, para no hacerlas excesivamente largas—.

La conclusión más importante es que los datos recogidos a lo largo de 20 años demuestran que los cultivos de OGM no perjudican ni la salud ni el medio ambiente. Los expertos reconocen, sin embargo, que es difícil atribuir sólo al cultivo de OGM los incrementos de productividad agrícola registrados —que los abogados del uso de transgénicos reivindican—, como también advierten de la parcialidad que supone considerar a los OGM responsables de la pobreza de los campesinos de más bajos ingresos. En definitiva, señalan que los impactos económicos positivos y negativos del cultivo de OGM son consecuencia, sobre todo, de las políticas que los acompañan: apoyo institucional, acceso al crédito, servicios disponibles o acceso a los mercados, entre otros factores.

Vale la pena recordar que, con datos de 2015, los cultivos de OGM ocupan un 12% del total de la superficie agrícola en todo el mundo, que suma 180 millones de hectáreas (Ha). La distribución es muy desigual: EEUU tiene 70 millones de Ha; Brasil, Argentina, India y Canadá reúnen 90 millones de Ha; y el resto se lo reparten 23 países (entre ellos, España). Los principales cultivos de OGM son la soja (un 83% de la producción mundial es transgénica), el algodón (75% de la producción es genéticamente modificada), el maíz (con un 29% del total) y la colza (con un 24% de toda la producción), aunque también hay pequeñas extensiones de cultivos de remolacha, alfalfa, papaya, calabaza, álamo, berenjena, patata y manzana genéticamente modificados.

Mapa de distribució dels conreus d'OGM
Mapa de distribución de los cultivos de OGM

También es interesante subrayar que, a pesar de la diversidad de las investigaciones realizadas en los laboratorios, sólo se han explotado comercialmente de forma masiva dos modificaciones genéticas: la introducción de genes ajenos (generalmente de Bacillus thuringiensis que produce la proteína Bt) para generar resistencia a los insectos y las modificaciones para generar resistencia a los herbicidas (especialmente, al glifosato).

El estudio señala que donde se han empleado cultivos Bt, se ha reducido el número de insectos de las especies target, lo que indirectamente beneficia a los cultivos no-GM, pero no se ha visto afectada la biodiversidad ni el volumen de las colonias de otros insectos, que incluso son mayores en número y diversidad que allí donde se utilizan insecticidas convencionales. Paradójicamente, si no se emplean las técnicas adecuadas (unas dosis suficientemente altas y mortales de la toxina Bt en los cultivos modificados genéticamente y el mantenimiento de reservas con plantas no modificadas dentro de la misma explotación) los insectos pueden desarrollar en pocas generaciones resistencia a la Bt y hacer inútil el diferencial de la planta GM.

Está demostrado que la implantación de cultivos OGM permite, en principio, una reducción sustancial de los Kg / Ha de herbicidas utilizados, pero estas reducciones no siempre se sostienen en el tiempo, porque hay otros factores que intervienen, como la resistencia que pueden desarrollar las hierbas que se quieren eliminar. El comité ha recogido datos sobre la reducción de la rotación de cultivos en las zonas de EEUU donde más se plantan OGM —que para algunos puede impactar negativamente en la biodiversidad—, pero señala que está más condicionada por factores exógenos, como los precios de mercado de los productos agrícolas, que por el cultivo de OGM, y es taxativo cuando señala que no hay pruebas de que se haya reducido la diversidad genética de las especies agrícolas desde 1996 hasta ahora.

En cuanto a los impactos sobre la salud, el informe compara los datos epidemiológicos de poblaciones altamente expuestas al cultivo y consumo de OGM, como la de EEUU, con datos de poblaciones con poca o nula exposición a los OGM, como la de varios países europeos, y señala que no se detectan diferencias significativas en el impacto del cáncer, la obesidad, la diabetes u otras enfermedades metabólicas. También se revisan los datos relacionados con la eventual riesgo cancerígeno del glifosato y el comité concluye que no hay evidencias de que la exposición a este producto eleve las tasas de incidencia del cáncer.

Para el comité no hay evidencias concluyentes de una relación causa-efecto entre el cultivo de OGM y problemas medioambientales, como tampoco hay pruebas de que el consumo de OGM sea más peligroso para la salud que el de cualquier producto agrícola no modificado mediante ingeniería genética.

En cuanto a los impactos económicos del uso de OGM en agricultura, el estudio subraya la gran heterogeneidad de resultados, condicionados por las políticas que acompañan su implantación. Se reconoce que las semillas OGM son más caras, pero a menudo el costo de la semilla sólo representa un pequeño porcentaje del coste total de producción y, si el campesino no tiene acceso al crédito, tampoco puede adquirir semillas convencionales de calidad. Los OGM resistentes a insectos, virus, hongos o factores de estrés ambiental, como la sequía o la pobreza del suelo, pueden ser muy beneficiosos para pequeños productores, pero requieren de apoyo a través de políticas adecuadas. «Es crítico entender —señalan los expertos— que aunque un cultivo genéticamente modificado pueda mejorar la productividad o la calidad nutricional, su capacidad de beneficiar a las partes interesadas dependerá del contexto socio-económico en el que esta tecnología se desarrolla y se difunde.» Y por eso es esencial, añadiría yo, que empecemos a hablar del tema de una forma más abierta y reflexiva, dejando de lado apriorismos que el tiempo va demostrando que no tienen base científica.

En este sentido, uno de los capítulos más interesantes del informe, que dejo para una próxima entrada, es la revisión del impacto que pueden tener los nuevos desarrollos científicos, que están diluyendo las diferencias entre las modificaciones conseguidas mediante la ingeniería genética y las obtenidas mediante la inducción externa de una mutagénesis y la consiguiente selección de ejemplares. ♦

 

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